Viejos recuerdos en personas viejas (sin eufemismos)
“La vida no es la que uno vivió, sino la que recuerda y cómo la recuerda
para contarla.”
Gabriel García Márquez
Nuestro admirado Manuel Vicent nos sumerge hoy en el
mar y apela a nuestra imaginación para recrearnos en sibaritas y sofisticados
placeres: baño y pesca en alta mar, audífonos y reproductor acuáticos para
escuchar a Mozart bajo en agua...
Todo ello alumbrado por astro rey al que imagina, tal vez influido por
la belleza inigualable de los
atardeceres y amaneceres, con las mismas
características del sol de su infancia olvidándose que el de hoy también ha envejecido deteriorándose
e incrementado considerablemente el cáncer
de piel y produciendo en los
humanos el llamado foto envejecimiento.
Lo que más me ha
llamado mi atención ha sido su recuerdo de cómo aprendió a nadar. Me hizo
recordar a mí un episodio muy similar en cuanto a la causa y a sus efectos. Me
explico, y para hacerlo debo recurrí a hablar de mi mismo sin pretender caer en
los lados más oscuros de la llamada “literatura de autoficción”, o “literatura del
yo”, construida a partir de la intimidad
del que escribe. Un lado oscuro que, según algunos, hace el juego al neoliberalismo fomentando la individualidad a ultranza. Me identifico,
sin embargo, con aquellos que piensan que las historias dan respuesta a la
necesidad de “mirar hacia dentro”, lo
cual supone el fomento de la introspección y de la reflexión, tan necesaria, a
mi juicio hoy en día.
También me identifico y estoy de acuerdo con lo que
escribe Santiago Ramón y Cajal en el final de la introducción de su libro titulado ‘El mundo
visto a los ochenta años’:
“La índole de este libro me ha obligado a hablar
hartas veces de mí mismo, poniéndome como ejemplo de las desventuras y
tribulaciones de un anciano trabajador. El Yo –lo sé de sobra- se juzga
orgulloso y antipático. He procurado, empero, despersonalizar en lo posible la
mayoría de los relatos, ventilando el tufillo de hospital y evitando el pedantismo
técnico de las historias clínicas. El lector benévolo y comprensivo, perdonará
ciertas confidencias y expansiones inoportunas, en gracia de la intención
docente y utilitaria en que se inspiran. Y será indulgente también con ciertas consideraciones
fastidiosamente científicas inexcusables en los dos primeros capítulos”
Me identifico, plenamente, con esto que nos dice el “solitario y descreído
octogenario de los años treinta, que también podría pertenecer a nuestro tiempo
y a nuestra circunstancia histórica más actual.”
Paso, después de la necesaria y extensa explicación
anterior, al recuerdo personal que me
suscita la inspiradora lectura de la columna de Vicent de hoy.
Dice haber aprendido a nadar (efecto) a los 6 años, a consecuencia (causa) de una traicción
de un niño que lo empujó.” No he hecho otra cosa en esta vida.”
La frase puede entenderse en sentido metafórico y también real: a Manuel
Vicent le encanta nadar y la practica con deleite a pesar de que aprendió a
hacerlo como fruto de una experiencia traumática.
Yo, a la edad de 6 años también sufrí una experiencia
traumática fruto de la cual me proporcionó grandes deleites a lo largo de toda
mi vida.
En el rural
gallego, en el que nací, a esa edad me acerqué al patio del vecino (Eduardo) en el que se encontraba su perro (Ney) comiendo un hueso. Intenté acariciarlo, y el
reaccionó dándome un mordisco en mi pierna izquierda (la única cicatriz que aún
conservo). Me recuerdo sangrando abundantemente, viendo a mi madre con un gran
estrés y la rapidez con la que me llevó a casa del maestro y practicante del
pueblo (D. Pío) el cual me curó la herida y la cerró dándome los primeros puntos de mi vida.
Aquella experiencia me llevó a ser un amante de los
animales en general, y de los domésticos en particular, sobre todo perros y
gatos a los que amé a todo lo largo de mi ciclo vital.
No he tenido perro (vivo en un ático en la ciudad) y
no me parece adecuado para un perro, pero si he tenido gatas (Fuga, Melisa, Chipy, que
murieron con 19, 13 y 15 años y que tengo
enterradas en una finca en la Serra de San Mamede y actualmente, desde mayo del 2013, tengo un Bosque de Noruega al que llamo Piki Pyquillas, alias del
Guliguillas.
En cuanto a los perros acabo acariciando a casi todos
con los que me encuentro aunque al principio parezcan feroces y tengo uno en la
montaña que no es mío pero que cuando voy allí hace su vida conmigo :
alimentación, senderismo, etc.
Otra de las características que algunos le adjudican a
la literatura
del yo y con la que estoy de acuedo, “[...]y una vía para reconocerse en las
experiencias de otros y aprender de ellas.” Ángeles Oliva
Todo aquello que contribuya a mejorar nuestra comprensión del punto de vista de otras personas, nos hace crecer como personas y como sociedad civilizada.
Como siempre, a continuación, copio y pego la columna de Manuel Vicent para que la puedan leer los no abonados a El País, por no abrirle el enlace.En mi opinión (respeto al que piense justamente lo contrario) lo que escribe Manuel Vicent es auténtica sabiduría, que debería llegar a todo el mundo. Yo con ello pretendo cumplir lo que digo en mi blog. “Actualmente, mi motivación básica es la trascendente (" Me gusta lo que hago porque beneficia a muchas personas"): Hacer de forma altruista mi pequeña aportación al desarrollo personal y profesional de las personas y a crear una sociedad más justa.”
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Un día de mar
Si uno toma la vida como una representación puede
imaginar que esa luz del sol que recibe en la vejez es la misma que doró su
infancia. Hay que aceptarla como un regalo
El sol salió a las 6.55 y su descarga
luminosa fue la misma para todo el mundo, para los que a esa hora iban al
trabajo, para los que abandonaban exhaustos las discotecas y para los que
íbamos a pescar y a tomar el baño en alta mar. Yo llevaba un audífono acuático
para oír música debajo del agua, un placer que me ha regalado la vida. Clareaba
el día cuando ganamos la bocana y largamos los sedales con las plumas y las
rapalas. Mientras navegábamos a la espera de que picara alguna llampuga, salió
el sol con toda la gloria y de pronto recordé cómo aprendí a nadar.
Tendría seis años y con otros niños desnudos jugábamos entre naranjos alrededor
de una alberca de agua verde sobrevolada de libélulas, llena de limo y con
ranas extasiadas con las patas abiertas. Uno de aquellos niños me empujó a
traición, caí dentro de la alberca y empecé a bracear para no ahogarme. No he
hecho otra cosa en esta vida. En aquel momento se estaba poniendo el sol y
recuerdo que la luz del crepúsculo era tan dulce como lo era mi inocencia.
Ahora estaba amaneciendo y no obstante yo era un viejo. Después de pescar unas
caballas, algunos bonitos y un pez limón, de regreso a puerto viendo que el mar
estaba sumamente tendido me eché al agua con el audífono acuático pegado a los
parietales. La sinfonía de Mozart comenzó a surgir desde lo más hondo del
abismo, las corrientes expandían la música muy lejos y servían a la vez de
cajas de resonancia, de modo que todo el mar se convirtió en una apabullante
orquesta. Generalmente en el cine los amaneceres se suelen rodar durante las
puestas de sol, ya que las cámaras no distinguen la luz que nace por la mañana
de la que muere por la tarde. Si uno toma la vida como una representación puede
imaginar que esa luz del sol que recibe en la vejez es
la misma que doró su infancia. Hay que aceptarla como un regalo.
https://elpais.com/opinion/2022-07-31/un-dia-de-mar.html
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