DAGUERROTIPOS DE MANUEL VICENT
El domingo pasado (24-09-2023)
publiqué, como casi todos los domingos en mi blog, el artículo de rigor que titulé
‘PURA IMPOSTURA’
y que comencé de la siguiente forma:
Para contextualizar la columna de hoy de Manuel Vicent
invito a leer una Tribuna muy antigua
pero muy ilustrativa:
Felipe y la computadora
https://elpais.com/diario/1982/10/30/espana/404780428_850215.html
En los comentarios que los lectores hacemos sobre el artículo, que previamente leemos, varias personas me dieron las gracias por acordarme de algo escrito por Manuel Vicent en el año 1982 y que efectivamente contextualiza muy bien, a mi juicio, la evolución del personaje. Esta es la razón por la que hoy copio y pego, más abajo, el artículo completo que en su día escribió Manuel Vicent. Su gran sabiduría, que siempre le caracterizó, se pone de manifiesto, una vez más, aquí, a través de su capacidad de predecir (pre + decir: lo que ha dicho previamente), la evolución del personaje, dándonos a sus lectores toda una lección de geopolítica de la época.
Puede que Felipe Gonzalez, en sus inicios, estuviera convencido de que el fin del ordenamiento político, en un Estado de derecho tiene como fin proteger a los débiles de los más fuertes. Lo que sí no admite dudas es que el neoliberalismo y la globalización se ocupan de aumentar la riqueza de los muy ricos privatizando los beneficios y socializando las pérdidas sin olvidarse de repartir las oportunas prevendas con personajes que superen sin tropiezos la necesaria domesticación que era supervisada por "el señor gordito de Nueva York" y que describe magistralmente Manuel Vicent:
-Lo queremos totalmente suave.
-¿Más todavía?
-Nada de marxismo.
-Eso se arregló hace dos años.
-Que venda ética. Sólo ética.
-¿Como si fuera un jabón de tocador?
-Exacto.
A muchos nos engañó el Sr. Gonzalez con su chaqueta de pana y con su dialéctica de encantador de serpientes, diciéndonos, en aquel entonces, exactamente lo que nos gustaba oír, con lo que no nos quedaba otra postura que la de estar de acuerdo con él.
¿Era el Sr. Gozalez como se manifestaba o hacía simplemente una representación teatral perfecta?
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Comparto hoy el artículo completo por si a alguíen no le abre el enlace
TRIBUNA
i
Felipe y la computadora
Hacía más de un año que en la planta 72
de aquel rascacielos de Nueva York la computadora estaba funcionando, conectada
directamente con otro ordenador instalado en un despacho del Pentágono en
Washington. Las dos máquinas formaban triángulo con un condensador de órdenes
en la cancillería de Bonn y entre ellas se mandaban impulsos electrónicos con
un diálogo cifrado que, traducido en plata, venía a decir:-Un joven andaluz,
vestido de pana progresista, anda por España vendiendo ética como si fuera jabón
fino de tocador.
-¿Qué hacemos con él?
-Parece buen chico, fuma puros y cree en
la bondad universal.
-¿Nada más?
-También juega a la petanca los domingos
en Miraflores.
-Que siga.
En aquella planta 72 del rascacielos de
Nueva York habita un dios rubio que come palomitas de maíz, asomado al ventanal
ahumado. Desde allí divisa La Meca rodeada de pollinos cargados con cajas de
caca colas, controla la espuela vengativa de Pinochet o Ia gomina del bigote
del último general argentino, regula la tripa llena de oscuros humores del
judío Ariel Sharon y le cambia los pañales al heredero de un jeque del
desierto. Cualquier madre patria nace en este piso 72 del rascacielos de Nueva
York, donde ahora mismo está sentado en la poltrona ese dios gordiflón y
geopolítico, que picotea palomitas de maíz en un cucurucho mientras acaricia
con la diestra, blanda y anillada, un globo terráqueo. La madre patria arranca
de su mesa y pasa por las Azores, seguida de cerca por la VI Flota, se adentra
en Portugal, cruza la Península Ibérica, se va por Italia hacia Grecia y
Turquía con un ramal en dirección a Arabia, atraviesa Pakistán, India,
Australia y Japón. Allí le espera la VII Flota, con más acorazados. Y así hasta
dar la vuelta al mundo para volver a la planta 72 del rascacielos de Nueva York
y caer en el cucurucho de palomitas del regazo de ese señor gordito en forma de
dividendos, que son los únicos valores eternos cotizados en la Bolsa de Wall
Street. El triángulo de computadoras se envía entre sí latidos de rayos láser
con interrogantes herméticos.
-¿Cree usted que ese tal Felipe González lo sabe?
-Con toda seguridad.
-Procure que no se salga de la ética.
-No hay peligro. El chico está bien
aleccionado.
-¿Quién se ha encargado de eso?
-Nuestro criado, el señor Willy Brandt.
-Okey.
En cambio, hay todavía muchos patriotas.
Son precisamente aquellos que no se han enterado de que la patria sólo es un
oleoducto y andan por ahí dando palos de ciego con el bate de béisbol en busca
de un salvador de opereta. Pero el Gobierno no es más que una estación de
seguimiento, la Moncloa o Robledo de Chavela, gestores del paso de las multinacionales
o de una cápsula espacial por un determinado territorio de la geopolítica.
Existe un piloto automático. No hay que tocar nada. En cierto modo, gobernar
consiste en hacer alguna leve corrección de vuelo y vigilar la posición
correcta de las agujas o las señales luminosas del panel.
-Júrame que Felipe González lo sabe.
-Te lo juro. El sólo habla de moral.
-¿Y eso qué es?
-La moral es un aceite refinado que
sirve para que funcione bien la máquina del capitalismo.
-Me quitas un peso de encima.
Los políticos se dividen en dos: los que
saben que la patria ha muerto y los que aún lo ignoran. Franco no lo supo hasta
1959, cuando se lo contó Ullastres en una cacería. Déjese de autarquías,
excelencia, y abra los lindes de su finca a Persil activado, Avón llama a su
puerta, ding-dong. Franco, que fue el primer antipatriota, con las virtudes
menores del olfato muy desarrolladas, cayó en la cuenta en seguida. A partir de
entonces se decide a disparar contra todo lo que se movía: rebecos, demócratas,
perdices, masones, conejos, rojos, ciervos, cachalotes, palomas de correos y a
echar un vistazo cada trimestre al piloto automático, dirigido ya desde aquella
planta de Nueva York.
En aquel tiempo Felipe González era un muchacho de ceño concentrado, que estudiaba la
carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla. Tenía esa pureza de sangre, un
poco ruda, que se deriva del pueblo llano. Ya se sabe. Otros se dejaban la piel
a tiras en la clandestinidad más dura, los comunistas eran piezas muy cotizadas
y recibían las patadas directamente en el paquete intestinal o en la otra bolsa
que pende un poco más abajo, y en los sótanos de la tortura se entraba por
riguroso escalafón, se exigía mucho protocolo para subir al potro. Pero había
también otra clase de oposición, no demasiado subterránea. Era aquella leva de
estudiantes rebeldes, con pantalón de pana rayada y matinal de cineclub,
lectores de Antonio Machado, que husmeaban la trastienda de las librerías
buscando La peste, de Albert Camus, aquellos que un día
adoptaron el acto heroico de dejarse barba inconformista.
Unos rojos un poco dulces
Ellos también jugaban con una
multicopista secreta, fabricaban panfletos, y corrían delante de los guardias.
Eran unos rojos un poco dulces, muy inofensivos, aunque apaleados igualmente en
las algaradas por la libertad. Llevaban una pastoral censurada en el bolsillo,
redactaban manifiestos, firmaban cartas de protesta y ejercían el marxismo sólo
como hipótesis de trabajo. Podría decirse que se sentían casi felices bajo los
golpes. Después de una carga policiaca, ellos se refugiaban en una tasca para
enumerarse entre sí las leves moraduras con la vanidad de la herida y narraban
hermosas historias de martirio, que siempre les sucedían a otros.
-A un amigo mío le han puesto electrodos
en los testículos.
-¡Qué horror!
-Y a un auxiliar de Sociología lo han
ahogado en la bañera.
-No sigas.
-A un delegado de la Perkins le han
partido la espina.
-¿Qué van a tomar?
-Traiga un vino con una ración de
boquerones.
-Marchando.
Cuando la democracia rompió aguas
apareció el rostro de Felipe González. Tenía una pinta de macho sureño, con la
nariz pellizcada hacia arriba y el hocico inflamado, la ceja espesa, el
antebrazo peludo, una nobleza de novillo en la mirada y esa forma de hablar
según la escuela andaluza, que utiliza un tono medio para decir verdades
suaves, pero a medias, con una melodía pegadiza como una canción de verano,
agradable de oír y fácil de tragar si se ayuda con un rosado clarete. Entonces
el socialismo no era nada. Sólo una marca comercial que había prescrito en el
registro político y un sentimiento difuso de bondad en la calle. El rostro de
Felipe González sintetizó muy pronto esa pasión colectiva. Y después de algunos
meses de mercado ya se podía afirmar sin error que el socialismo era sólo él.
Alrededor de su imagen comenzaron a
aglutinarse aquellos muchachos de pana y cineclub, los penenes- de barba y
jersey de punto gordo, las chicas de poncho peruano, oficinistas rebeldes,
funcionarios cabreados, técnicos que entendían de resistencia de materiales y
habían leído a Neruda, mujeres de clase media que lo encontraban hermoso, e
incluso obreros con nevera y lavaplatos, aparte de la nostalgia de cuantos
oyeron contar a sus padres la guerra desde el otro bando. Pero el primer
problema nacional consistía en dilucidar la famosa alternativa, o sea, si
realmente Felipe era más guapo que Adolfo Suárez. Cada uno «tenía sus
partidarios, según gustos, entre la belleza de un pillete de billar o el
atractivo de un cortijero agreste. Así estaban las cosas.
Era un gozo supremo ver a esta pareja
durante el entreacto de una sesión parlamentaria en el ángulo oscuro de un
salón. Felipe y Adolfo componían la escena política del sofá, se musitaban
amores y cuitas, tú me das un pedazo de ética y yo te doy un trozo de consenso,
todo iluminado por los relámpagos de los fotógrafos. Pero eso sucedía en los
momentos más bellos, porque el amorío establecido entre los dos galanes estaba
sujeto a una corriente alterna con algún chispazo que fundía los plomos. A
veces se sonreían mutuamente, como diciendo: somos jóvenes y hermosos, somos
los amos del cotarro, este asunto hay que arreglarlo entre amigos, aunque a la
semana siguiente se miraban como si ambos estuvieran solos en medio de la plaza
del poblado, la mano tentando la culata, atentos a cualquier gesto sospechoso,
para que todo el mundo pudiera comprobar quién era más rápido. Era una ficción
del Oeste.
El señor gordito de Nueva York ha tenido
la ficha técnica de Felipe González todo el año sobre su mesa y en ella ha ido
anotando las sucesivas correcciones. Si un día este muchacho tan puro podía
quitarle la sardina de la boca a la derecha española, había que pulirlo un poco
más. A veces apretaba el botón de la computadora, unida a otro ordenador del
Pentágono, y en el condensador de órdenes instalado en la cancillería de Bonn
los dígitos, salían en pantalla con la última voluntad del amo.
-Lo queremos totalmente suave.
-¿Más todavía?
-Nada de marxismo.
-Eso se arregló hace dos años.
-Que venda ética. Sólo ética.
-¿Como si fuera un jabón de tocador?
-Exacto.
Últimamente te levantas de la cama y, de
repente, te encuentras con un día histórico. El 28 de octubre ha sido la fecha
señalada desde hace siglos para que alcancen su sueño de oro aquellos chicos
que jugaban con la multicopista, leían a Machado, vestían zamarra y bufanda de
barrio latino, asistían a la matinal de cineclub y llevaban a una novia, con
los dedos manchados de bolígrafo, a ver la película Nueve cartas a
Berta. La mañana era radiante y había un sol románico sobre las hojas
de otoño, con todos los ruidos cotidianos: se oyó al tendero levantar el cierre
a las nueve, el tintineo de las botellas de leche sonó en el rellano a la hora
justa, el alarido del chatarrero, que compra colchones y hierro viejo, pasó con
el pollino sorteando los atascos de coches. Los gritos rituales con que se
animan las primeras luces se habían producido a su debido tiempo. La calzada
estaba llena de papeles con todos los augurios políticos. Fue el día en que,
después de mil años, a la derecha española se le cayó la sardina de la boca. La
llevaba entre los dientes desde el tiempo de Recaredo y se la ha arrebatado un
chico de pana, que juega a la petanca los domingos en Miraflores.
A Felipe González se le veía en el
cartel con los ojo! soñadores bajo el entrecejo obstinado mirando un horizonte
incierto, lleno de cacerolas. Había sido vendido como un producto moral según
las técnicas más sofisticadas del mercado, el hijo de un lechero sevillano
convertido ahora en símbolo de honestidad. En las paredes de la ciudad había
más carteles con la imagen de otros políticos junto a las vallas publicitarias
de nuestra patria verdadera. Fraga y la Westinghouse, Felipe y la Standard,
Carrillo y la Philips, Landelino Lavilla y Persil activado, Adolfo Suárez y
Unilever. El ciudadano se ha puesto en la cola del colegio electoral. Después
de una breve espera se ha metido detrás de unas cortinas de ducha donde había
un taburete para pensar, pupitre para escribir y un estante con las papeletas
de su destino. Se ha limitado a votar por el aire puro.
El dios gordito de Nueva York ha pulsado
otra vez la computadora, conectada con el Pentágono, y ha mandado las últimas
señales a Bonn.
- Recuérdenle a ese muchacho cuál es su
papel.
-Felipe ya lo sabe.
-Aquí manda la máquina. Que se entere
bien.
-Okey.
-Lo suyo es la moral.
Felipe González ha sido invitado por el
dios gordito a sentarse frente al piloto automático en una pequeña terminal de
Occidente. Sólo tendrá que vigilar las agujas y poner un poco de ética, a modo
de aceite, para que la máquina funcione con más suavidad. Pero en este país la
ética simple aún puede ser revolucionaria.
SOBRE LA FIRMA
Escritor y periodista. Ganador, entre
otros, de los premios de novela Alfaguara y Nadal. Como periodista empezó en el
diario 'Madrid' y las revistas 'Hermano Lobo' y 'Triunfo'. Se incorporó a EL
PAÍS como cronista parlamentario. Desde entonces ha publicado artículos,
crónicas de viajes, reportajes y daguerrotipos de diferentes personalidades.
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Audacia
La buena racha en el juego es un viento que pasa. Hay
grandes partidas de póquer que las gana el que aguanta más tiempo sin
levantarse de la mesa a mear
Adolfo Suárez fue aquel político a quien
los franquistas llamaban traidor, la derecha culta lo tenía por analfabeto, los
socialistas lo calificaban de tahúr de Misisipi y los comunistas, salvo
Carrillo que intuyó su coraje, lo despreciaban por arribista. Adolfo Suárez es
el que hoy da nombre al aeropuerto de Barajas y con él podría compartir Pedro Sánchez, junto con la audacia, la
granizada de insultos que recibió durante su mandato. En su tiempo el político
más zaherido fue Azaña y después, por este orden, Suárez, Felipe González,
Zapatero y Rubalcaba, pero a la hora de acopiar agravios no hay quien bata el
récord que ostenta Pedro Sánchez.
No es ningún misterio. Sentado a la mesa de póquer, Sánchez ya lleva tres
partidas ganadas. La primera la ganó cuando, después de dimitir de secretario
general y renunciar a su escaño, recorrió España en busca de los militantes del
partido y con el veredicto favorable de la
base derrotó a la vieja guardia. La segunda fue el envite por
sorpresa con que se jugó el resto a una carta al plantear la moción de censura al Gobierno
del Partido Popular con una disyuntiva inapelable, sí o no,
frente a la corrupción. La tercera ha sucedido después de la derrota del
Partido Socialista en las elecciones municipales y
autonómicas del 28 de mayo. Apenas dejó que el Partido Popular
gozara de su victoria. En un quiebro inesperado, dio por terminada la
legislatura y convocó elecciones generales, que, por cierto, las volvió a ganar para
poder formar gobierno. Ese rasgo de audacia de Pedro
Sánchez es similar al peligro con que Suárez gobernaba siempre
al borde del abismo. Por talante son los políticos que más se parecen. Ahora
comienza su jugada frente a los independentistas catalanes. La buena racha en
el juego es un viento que pasa. Hay grandes partidas de póquer que las gana el
que aguanta más tiempo sin levantarse de la mesa a mear.
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