VENDEDORES DE HUMO: ¿SABEMOS DETECTARLOS?
Comparto uno de los daguerrotipos que escribió en los años 1982 y 1983 sobre los políticos de la transición, en este caso, sobre Felipe González.
Su gran sabiduría, que siempre le caracterizó, se pode de manifiesto, una vez más, aquí, a través de su capacidad de predecir (pre + decir: lo que ha dicho previamente), la evolución del personaje. A muchos nos engañó con su chaqueta de pana y con su gran dialéctica de encantador de serpientes, diciéndonos, en aquel entonces, exactamente lo que nos gustaba oír, con lo que no nos quedaba otra postura que la de estar de acuerdo con él.
La gran pregunta es la siguiente:
¿él era así o hacía simplemente una representación teatral perfecta?
Los actores representan un papel, ya sea en el teatro o en las películas, y todos somos conscientes de que es algo que tan sólo interpretan, que no es verdad. Puede llegar a fascinarnos la película o la obra de teatro pero, una vez que termina, nos queda muy claro que tan sólo se trataba de algo que se representaba.
En aquel entones, muchos creíamos que Felipe González era así, tal y como se manifestaba. Hoy ya sabemos, con certeza, que no era así, sino, simplemente un buen actor.
Manuel Vicent, es este artículo, nos escribe el siguiente diálogo:
“El señor gordito de Nueva York ha tenido la ficha técnica de Felipe González todo el año sobre su mesa y en ella ha ido anotando las sucesivas correcciones. Si un día este muchacho tan puro podía quitarle la sardina de la boca a la derecha española, había que pulirlo un poco más. A veces apretaba el botón de la computadora, unida a otro ordenador del Pentágono, y en el condensador de órdenes instalado en la cancillería de Bonn los dígitos, salían en pantalla con la última voluntad del amo.
Lo queremos totalmente suave.
-¿Más todavía?
-Nada de marxismo.
-Eso se arregló hace dos años.
-Que venda ética. Sólo ética.
-¿Como si fuera un jabón de tocador?
-Exacto”.
El señor gordito de Nueva York estará contento:
ya no vende, desde hace mucho tiempo, ni siquiera ética.
Felipe y la computadora
Hacía más de un año que en la planta 72
de aquel rascacielos de Nueva York la computadora estaba funcionando, conectada
directamente con otro ordenador instalado en un despacho del Pentágono en
Washington. Las dos máquinas formaban triángulo con un condensador de órdenes
en la cancillería de Bonn y entre ellas se mandaban impulsos electrónicos con
un diálogo cifrado que, traducido en plata, venía a decir:-Un joven andaluz,
vestido de pana progresista, anda por España vendiendo ética como si fuera
jabón fino de tocador.
-¿Qué hacemos con él?
-Parece buen chico, fuma puros y cree en
la bondad universal.
-¿Nada más?
-También juega a la petanca los domingos
en Miraflores.
-Que siga.
En aquella planta 72 del rascacielos de
Nueva York habita un dios rubio que come palomitas de maíz, asomado al ventanal
ahumado. Desde allí divisa La Meca rodeada de pollinos cargados con cajas de
caca colas, controla la espuela vengativa de Pinochet o Ia gomina del bigote
del último general argentino, regula la tripa llena de oscuros humores del
judío Ariel Sharon y le cambia los pañales al heredero de un jeque del
desierto. Cualquier madre patria nace en este piso 72 del rascacielos de Nueva
York, donde ahora mismo está sentado en la poltrona ese dios gordiflón y
geopolítico, que picotea palomitas de maíz en un cucurucho mientras acaricia
con la diestra, blanda y anillada, un globo terráqueo. La madre patria arranca
de su mesa y pasa por las Azores, seguida de cerca por la VI Flota, se adentra
en Portugal, cruza la Península Ibérica, se va por Italia hacia Grecia y
Turquía con un ramal en dirección a Arabia, atraviesa Pakistán, India,
Australia y Japón. Allí le espera la VII Flota, con más acorazados. Y así hasta
dar la vuelta al mundo para volver a la planta 72 del rascacielos de Nueva York
y caer en el cucurucho de palomitas del regazo de ese señor gordito en forma de
dividendos, que son los únicos valores eternos cotizados en la Bolsa de Wall
Street. El triángulo de computadoras se envía entre sí latidos de rayos láser
con interrogantes herméticos.
-¿Cree usted que ese tal Felipe González lo sabe?
-Con toda seguridad.
-Procure que no se salga de la ética.
-No hay peligro. El chico está bien
aleccionado.
-¿Quién se ha encargado de eso?
-Nuestro criado, el señor Willy Brandt.
-Okey.
En cambio, hay todavía muchos patriotas.
Son precisamente aquellos que no se han enterado de que la patria sólo es un
oleoducto y andan por ahí dando palos de ciego con el bate de béisbol en busca
de un salvador de opereta. Pero el Gobierno no es más que una estación de
seguimiento, la Moncloa o Robledo de Chavela, gestores del paso de las
multinacionales o de una cápsula espacial por un determinado territorio de la
geopolítica. Existe un piloto automático. No hay que tocar nada. En cierto
modo, gobernar consiste en hacer alguna leve corrección de vuelo y vigilar la
posición correcta de las agujas o las señales luminosas del panel.
-Júrame que Felipe González lo sabe.
-Te lo juro. El sólo habla de moral.
-¿Y eso qué es?
-La moral es un aceite refinado que sirve
para que funcione bien la máquina del capitalismo.
-Me quitas un peso de encima.
Los políticos se dividen en dos: los que
saben que la patria ha muerto y los qué aún lo ignoran. Franco no lo supo hasta
1959, cuando se lo contó Ullastres en una cacería. Déjese de autarquías,
excelencia, y abra los lindes de su finca a Persil activado, Avón llama a su
puerta, ding-dong. Franco, que fue el primer antipatriota, con las virtudes
menores del olfato muy desarrolladas, cayó en la cuenta en seguida. A partir dé
entonces se decide a disparar contra todo lo que se movía: rebecos, demócratas,
perdices, masones, conejos, rojos, ciervos, cachalotes, palomas de correos y a
echar un vistazo cada trimestre al piloto automático, dirigido ya desde aquella
planta de Nueva York.
En aquel tiempo Felipe González era un muchacho de ceño concentrado, que estudiaba la
carrera de Derecho en la Universidad de Sevilla. Tenía esa pureza de sangre, un
poco ruda, que se deriva del pueblo llano. Ya se sabe. Otros se dejaban la piel
a tiras en la clandestinidad más dura, los comunistas eran piezas muy cotizadas
y recibían las patadas directamente en el paquete intestinal o en la otra bolsa
que pende un poco más abajo, y en los sótanos de la tortura se entraba por
riguroso escalafón, se exigía mucho protocolo para subir al potro. Pero había
también otra clase de oposición, no demasiado subterránea. Era aquella leva de
estudiantes rebeldes, con pantalón de pana rayada y matinal de cineclub,
lectores de Antonio Machado, que husmeaban la trastienda de las librerías
buscando La peste, de Albert Camus, aquellos que un día
adoptaron el acto heroico de dejarse barba inconformista.
Unos rojos un poco dulces
Ellos también jugaban con una
multicopista secreta, fabricaban panfletos, y corrían delante de los guardias.
Eran unos rojos un poco dulces, muy inofensivos, aunque apaleados igualmente en
las algaradas por la libertad. Llevaban una pastoral censurada en el bolsillo,
redactaban manifiestos, firmaban cartas de protesta y ejercían el marxismo sólo
como hipótesis de trabajo. Podría decirse que se sentían casi felices bajo los
golpes. Después de una carga policiaca, ellos se refugiaban en una tasca para
enumerarse entre sí las leves moraduras con la vanidad de la herida y narraban
hermosas historias de martirio, que siempre les sucedían a otros.
-A un amigo mío le han puesto electrodos
en los testículos.
-¡Qué horror!
-Y a un auxiliar de Sociología lo han
ahogado en la bañera.
-No sigas.
-A un delegado de la Perkins le han
partido la espina.
-¿Qué van a tomar?
-Traiga un vino con una ración de
boquerones.
-Marchando.
Cuando la democracia rompió aguas
apareció el rostro de Felipe González. Tenía una pinta de macho sureño, con la
nariz pellizcada hacia arriba y el hocico inflamado, la ceja espesa, el antebrazo
peludo, una nobleza de novillo en la mirada y esa forma de hablar según la
escuela andaluza, que utiliza un tono medio para decir verdades suaves, pero a
medias, con una melodía pegadiza como una canción de verano, agradable de oír y
fácil de tragar si se ayuda con un rosado clarete. Entonces el socialismo no
era nada. Sólo una marca comercial que había prescrito en el registro político
y un sentimiento difuso de bondad en la calle. El rostro de Felipe González
sintetizó muy pronto esa pasión colectiva. Y después de algunos meses de
mercado ya se podía afirmar sin error que el socialismo era sólo él.
Alrededor de su imagen comenzaron a
aglutinarse aquellos muchachos de pana y cineclub, los penenes- de barba y
jersei de punto gordo, las chicas de poncho peruano, oficinistas rebeldes,
funcionarios cabreados, técnicos que entendían de resistencia de materiales y
habían leído a Neruda, mujeres de clase media que lo encontraban hermoso, e
incluso obreros con nevera y lavaplatos, aparte de la nostalgia de cuantos
oyeron contar a sus padres la guerra desde el otro bando. Pero el primer
problema nacional consistía en dilucidar la famosa alternativa, o sea, si
realmente Felipe era más guapo que Adolfo Suárez. Cada uno «tenía sus
partidarios, según gustos, entre la belleza de un pillete de billar o el
atractivo de un cortijero agreste. Así estaban las cosas.
Era un gozo supremo ver a esta pareja
durante el entreacto de una sesión parlamentaria en el ángulo oscuro de un
salón. Felipe y Adolfo componían la escena política del sofá, se musitaban
amores y cuitas, tú me das un pedazo de ética y yo te doy un trozo de consenso,
todo iluminado por los relámpagos de los fotógrafos. Pero eso sucedía en los
momentos más bellos, porque el amorío establecido entre los dos galanes estaba
sujeto a una corriente alterna con algún chispazo que fundía los plomos. A
veces se sonreían mutuamente, como diciendo: somos jóvenes y hermosos, somos
los amos del cotarro, este asunto hay que arreglarlo entre amigos, aunque a la
semana siguiente se miraban como si ambos estuvieran solos en medio de la plaza
del poblado, la mano tentando la culata, atentos a cualquier gesto sospechoso,
para que todo el mundo pudiera comprobar quién era más rápido. Era una ficción
del Oeste.
El señor gordito de Nueva York ha tenido
la ficha técnica de Felipe González todo el año sobre su mesa y en ella ha ido
anotando las sucesivas correcciones. Si un día este muchacho tan puro podía
quitarle la sardina de la boca a la derecha española, había que pulirlo un poco
más. A veces apretaba el botón de la computadora, unida a otro ordenador del
Pentágono, y en el condensador de órdenes instalado en la cancillería de Bonn
los dígitos, salían en pantalla con la última voluntad del amo.
-Lo queremos totalmente suave.
-¿Más todavía?
-Nada de marxismo.
-Eso se arregló hace dos años.
-Que venda ética. Sólo ética.
-¿Como si fuera un jabón de tocador?
-Exacto.
Ultimamente te levantas de la cama y, de
repente, te encuentras con un día histórico. El 28 de octubre ha sido la fecha
señalada desde hace siglos para que alcancen su sueño de oro aquellos chicos
que jugaban con la multicopista, leían a Machado, vestían zamarra y bufanda de
barrio latino, asistían a la matinal de cineclub y llevaban a una novia, con
los dedos manchados de bolígrafo, a ver la película Nueve cartas a
Berta. La mañana era radiante y había un sol románico sobre las hojas
de otoño, con todos los ruidos cotidianos: se oyó al tendero levantar el cierre
a las nueve, el tintineo de las botellas de leche sonó en el rellano a la hora
justa, el alarido del chatarrero, que compra colchones y hierro viejo, pasó con
el pollino sorteando los atascos de coches. Los gritos rituales con que se
animan las primeras luces se habían producido a su debido tiempo. La calzada
estaba llena de papeles con todos los augurios políticos. Fue el día en que,
después de mil años, a la derecha española se le cayó la sardina de la boca. La
llevaba entre los dientes desde el tiempo de Recaredo y se la ha arrebatado un
chico de pana, que juega a la petanca los domingos en Miraflores.
A Felipe González se le veía en el
cartel con los ojo! soñadores bajo el entrecejo obstinado mirando un horizonte
incierto, lleno de cacerolas. Había sido vendido como un producto moral según
las técnicas más sofisticadas del mercado, el hijo de un lechero sevillano
convertido ahora en símbolo de honestidad. En las paredes de la ciudad había
más carteles con la imagen de otros políticos junto a las vallas publicitarias
de nuestra patria verdadera. Fraga y la Westinghouse, Felipe y la Standard,
Carrillo y la Philips, Landelino Lavilla y Persil activado, Adolfo Suárez y
Unilever. El ciudadano se ha puesto en la cola del colegio electoral. Después
de una breve espera se ha metido detrás de unas cortinas de ducha donde había
un taburete para pensar, pupitre para escribir y un estante con las papeletas
de su destino. Se ha limitado a votar por el aire puro.
El dios gordito de Nueva York ha pulsado
otra vez la computadora, conectada con el Pentágono, y ha mandado las últimas
señales a Bonn.
- Recuérdenle a ese muchacho cuál es su
papel.
-Felipe ya lo sabe.
-Aquí manda la máquina. Que se entere
bien.
-Okey.
-Lo suyo es la moral.
Felipe González ha sido invitado por el
dios gordito a sentarse frente al piloto automático en una pequeña terminal de
Occidente. Sólo tendrá que vigilar las agujas y poner un poco de ética, a modo
de aceite, para que la máquina funcione con más suavidad. Pero en este país la
ética simple aún puede ser revolucionaria.
No hay comentarios:
Publicar un comentario