domingo, 11 de septiembre de 2022

LOS MAYORES 10: Recuerdos lejanos

 


RECUERDOS LEJANOS

 

 “Archivo de lo pasado, lucimiento del presente y único consuelo de la vejez, la memoria es el don más preciado y maravilloso de la vida. Por algo los griegos la divinizaron con el nombre de Mnemosina, madre de las musas”

Santiago Ramón y Cajal

 

 

Fui por primera vez consciente de la permanente belleza de  la vegetación   de mi Galicia natal, cuando el azar del sorteo me envió a hacer la mili en el Sahara. Desde un destartalado y sucio cuartel madrileño, de madrugada nos subieron a un avión militar y nos condujeron hasta el Aaiún y de allí, en camiones,  a la Playa de Aaiún para hacer el campamento. Todo era arena, no se veía vegetación alguna. El contraste entre el paisaje de Galicia y la desolación de las arenas del desierto, unido al desafío que suponía hacer la mili,  hizo aflorar en mí el primer episodio de morriña.

Pasado el periodo de 14 meses me licenciaron. Viajé  desde el Aiún a Madrid en un avión comercial con uniforme del ejército. Una azafata  nos asignó a los  cinco militares un asiento  tocándome a mí, por azar,  uno en la clase business, en el que pude disfrutar, a medias,  de un maravilloso y distinguido menú, después de un sofisticado aperitivo. Mis expectativas se centraban en llegar pronto a Galicia para contemplar su verdor.

De Madrid a Orense en tren. Recuerdo la ansiedad que sentí porque este entrara en Galicia para empezar a contemplar su vegetación.

Nunca pensé que el paisaje de  Galicia, algún día,  pudiera, convertirse en negras cenizas. 

Recurriré, buscando consuelo,  al poema de William Wordsworth tratando de recordar el esplendor de la hierba."Aunque nada puede hacer volver la hora / del esplendor en la hierba, de la gloria en flor."   https://es.wikipedia.org/wiki/William_Wordsworth

Conservamos nuestra personalidad a través del recuerdo (pasado)  haciendo que lo vivido permanezca y una el pasado con el presente. No sólo eso, también  engrandece nuestra percepción actual asociando lecciones aprendidas del pasado con  la percepción actual, enriqueciéndola. Sobre la importancia de conocer el pasado, que no es lo que  ya pasó, sino lo que quedó conformando el presente actual, podemos dar muchas razones, pero para mí, la principal,  es la de que no se puede entender el presente si no se conoce y asume el pasado: el tiempo que pasó y las cosas que en el sucedieron, ayudan a comprender y vivir, de forma más plena y equilibrada,  en el presente. Y no olvidemos que el futuro se construye desde  el presente.

 "Lo que está oculto antes de que sea visible tangible, permitiéndonos adaptar las reacciones a todo lo alejado en el tiempo y el espacio, y usar, por tanto, en la lucha contra las cosas de precaución y previsión" Hermann Ebbinghaus

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 Como siempre, a continuación, copio y pego la columna de Manuel Vicent para que la puedan leer los no abonados a El País, por no abrirle el enlace.

En mi opinión (respeto al que piense justamente lo contrario) lo que escribe Manuel Vicent es auténtica sabiduría, que debería llegar a todo el mundo. Yo con ello pretendo cumplir lo que digo en mi blog. “Actualmente, mi motivación básica es la trascendente (" Me gusta lo que hago porque beneficia a muchas personas")

 'Hacer de forma altruista mi pequeña aportación al desarrollo personal y profesional de las personas y a crear una sociedad más justa'.

Sigo siempre el mismo proceso: Como todos los lectores suscritos a El País,leo la columna de Vicent el domingo a la mañana cuando me despierto. La reflexiono, e inspirado en ella,  escribo mi comentario y, dos horas después,  lo publico en mi blog. Posteriormente, si tengo tiempo, le doy otra vuelta  y añado cosas que se me ocurren hasta dejarlo ya definitivamente terminado en mi blog.

COLUMNA

OPINIÓN

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Cenizas

Un día volveremos a ver la gloria entre las flores del valle de la Marina, aunque ahora apenas se pueda distinguir bajo el resplandor del fuego

 

 

MANUEL VICENT

11 SEPT 2022 - 05:00 CEST

En ese valle los almendros florecían ya con el sol de enero; a continuación, llegaba la helada y a veces su arriesgada gloria quedaba en nada. La cosecha se perdía. Durante muchos años los amigos subíamos al valle de Ebo de la Marina para contemplar aquella proeza suicida. Una compañera de excursión, la más sabia, que ya pervive en el estanque dorado de la memoria, iba dando nombre autóctono a cada planta silvestre que encontrábamos en el camino; añadía las propiedades benéficas de cada una y también nos alertaba si alguna era venenosa, que solía ser la que echaba las flores más bonitas. Luego entre marzo y abril en ese valle florecían los cerezos y algunos de nosotros, sin ser japoneses, también celebrábamos el milagro de su frágil belleza tan fugaz. Ahora en la terraza del bareto junto al mar caían algunas cenizas de un incendio que estaba convirtiendo en una inmensa carbonera toda la gloria de ese valle en el que durante tantos años nuestra juventud se midió frente a sus tortuosos y perfumados senderos. En alguno de sus barrancos y acantilados habrían quedado los ecos de nuestras voces, que también se estarían quemando. Desde la orilla del mar de Denia se veía el cordón de fuego que siluetea el perfil de varias montañas cuyo resplandor no era muy distinto del de tantos crepúsculos que había contemplado desde este mismo lugar. De regreso a la ciudad, después del verano, pienso en el poema de William Wordsworth en que recomienda no afligirse por la belleza perdida porque los tiempos de esplendor en la hierba siempre quedarán en el recuerdo. En la terraza del bar, un niño sentado a mi lado lloraba al ver aquel incendio. No llores —le dije— porque un día volverás a ver de nuevo la gloria entre las flores del valle de la Marina, aunque ahora apenas se pueda distinguir el resplandor de esta hermosa puesta de sol del que procede del fuego de ese infierno.

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ODA: INSINUACIONES DE INMORTALIDAD DE TEMPRANA INFANCIA

IX

¡Júbilo! ¡En tus rescoldos

todavía hay algo que vide,

y la naturaleza aún recuerda

aquello que fue tan fugitivo!

Pensar en nuestros años pasados despierta en mí

una bendición perpetua: que no se dirige

hacia lo más digno de veneración:

el regocijo y la libertad, el credo simple

de la infancia, cuando se mueve o descansa,

con la esperanza recién desplegada todavía agitándose en su pecho:

no es por todo esto que yo elevo

mi canto de agradecimiento y alabanza;

sino por esas obstinadas interrogaciones

sobre el sentido y las cosas fuera de nuestro alcance,

porque lo que se desprende de nosotros, se desvanece;

por los miedos confusos de una criatura

que se desplaza por mundos que todavía no se han realizado,

instintos elevados ante los cuales

temblaba nuestra naturaleza mortal

culpable, sorprendida;

por esos primeros efectos,

esos recuerdos imprecisos

que, fuesen lo que fuesen,

no han dejado de ser la fuente de luz de nuestros días,

la luz maestra de cuanto alcanzamos a ver;

que nos sostiene y acoge, y tiene poder suficiente para

convertir nuestros ruidosos años en instantes del ser

del silencio eterno; verdades que despiertan

para no morir nunca;

¡que ni la apatía, ni los esfuerzos excesivos,

ni el hombre ni el muchacho,

ni todo cuanto está enemistado con la alegría

puedan suprimirlo ni destruirlo por completo!

Que durante las estaciones de clima más sosegado

aunque estemos alejados, tierra adentro

tengan nuestras almas una visión de ese mar inmortal

que nos trajo hasta aquí,

puedan en un instante viajar allá,

y ver a los niños jugar cerca de la orilla,

y oír a las poderosas aguas correr eternamente.

* William Wordsworth (1770-1850). Poema recogido en el libro La abadía de Tintern (editorial Lumen), que recoge una selección de algunos de los mejores poemas breves y menos difundidos, y ahora editados por Lumen en una nueva traducción a cargo de Gonzalo Torné.




 

 

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